- Cato
– me llama Rock.
-
¡Dime! –respondo.
- Hoy
vendrá un grupo de jóvenes para ver el estadio – hace una pausa para ver mi
reacción ante lo que va a decir y prosigue – y me gustaría que mi mejor alumno
les hiciera una demostración de lo que sabe hacer.
- ¿Yo?
–estoy perplejo. En nuestro grupo hay muchos profesionales (ya nos podemos
llamar así, porque hemos crecido y entrenado duro durante estos años) que
tienen mucha habilidad, pero de ahí a decir que soy el mejor… aunque, bueno…
soy el mejor, para que mentir.
-
Claro, ¿de quién voy a estar hablando? ¿Lo harás?
- Por
supuesto, cuenta conmigo, Rock – respondo animado.
Os
preguntareis por Clove y por Tedda, ¿o era Teddy?
Con
Clove he crecido y vivido estos últimos cinco años, pero no nos hablamos, no
nos miramos, ni siquiera cuando Rock nos pone juntos para realizar algún
ejercicio. Sencillamente, nos ignoramos.
Teddy,
bueno, ella, no la recuerdo muy bien… Deje de contestarle a las cartas y deje
de ir a verla,… ¡tengo cosas más importantes que hacer!
… pero
ella tenía razón: lo arreglé con mi padre y las cosas han cambiado, Cato ha
cambiado.
Me
preparo para la demostración. Veo que el grupo de jóvenes se me acerca. Hago un
circuito completo batiendo mi propio record de tiempo y veo que Rock me sonríe.
Pero yo no sonrío. Sólo sonreiré en el momento en el que el Presidente Snow
coloque la corona de vencedor de los Juegos sobre mi cabeza. Continuo lanzando
cuchillos, triando con arco y atravesando muñecos con todas las armas de las
que dispongo. Pero el único momento en el que me siento realmente a gusto es
cuando cojo una espada y empiezo a decapitar muñecos. Veo que Rock me indica
con la cabeza que deje de destrozar muñecos de entrenamiento y pase a realizar
el último circuito. Cuando dejo la espada me da un poco de pena porque nunca me
he sentido tan a gusto con otra arma que no fuese la espada. Me coloco en la
salida del circuito y empiezo. Cuando voy por el final una de las pruebas me sale
mal y veo que uno de los niños, el más pequeño empieza a llorar. No sé porque
pero eso me sienta mal y me acerco a él. Creo que Rock ve lo que voy a hacer,
aunque yo aún no soy consciente de ello, y viene también.
Le miro
con cara de desprecio y le digo:
- Los
profesionales nunca lloran – levanto la mano para darle una bofetada pero Rock
interviene y me para.
¿Por
qué he hecho eso? Me siento idiota…
Salgo
corriendo y subo a mi habitación. Abro y cierro de un portazo. Me tiro sobre la
cama y me esfuerzo por no llorar. Nille me pregunta que me pasa tantas veces
que pierdo la cuenta. No me deja en paz hasta que se lo cuento.
De
repente me doy cuenta de una cosa: alguna vez he visto llorar a cada miembro de
nuestro grupo, a todos… menos a ella… a Clove… Ella nunca llora.
De
repente, viene a mi cabeza un día de verano, una vez terminado un entrenamiento
diario. Fue el primer año que estuve en este Centro, cuando ambos teníamos 12
años. Recuerdo dos helados y una puesta de sol.
Intento
recordar la conversación que tuvimos… lo que me contó para explicarme él porque
nunca llora.
“Mi
madre no está aquí para apoyarme. Cuando yo tenía cinco añitos vi como ella
subía a ese tren que la llevaría al Capitolio. Quería ser estilista, aprender
moda y vestir a los tributos. A los dos días de estar allí, me mando una carta
que decía:
Clove, te echo mucho de menos, hija. He visto una peineta preciosa
que te quedaría genial, os echo tanto de menos. Mamá.
Junto con esa carta me
mandó la peineta. Es lo único que recibí de ella. Pasaron unas dos semanas y
los agentes de la paz enviaron otra carta, mi madre había robado aquella
peineta para dármela y por ello está condenada a servir al Capitolio como avox
eternamente. Quiero ir a los Juegos, pero no para ganarlos, Cato. Lo único que
quiero es ver a mi madre, verla viva… y esta es la única oportunidad que
tengo.”